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martes, 17 de mayo de 2016

La náyade y las nereidas

Miro atónito cosas que escribí en verano, me asombra lo que me hacía escribir el mar, y me vienen recuerdos acompañados de incipientes lágrimas, suspiro, las retengo mientras me deleito con Debussy, el sonido de ese piano me apacigua de la misma forma que el sonido de las olas del mar, me calma como la brisa veraniega, aire siempre puro, salado en ocasiones, nunca amarga demasiado por muy triste y solitario que haya sido ese verano, porque me pude reencontrar con el agua salada y cristalina de mi segunda casa, aquella cala en l'Escala, donde el agua congelada y dulce nacía directamente al Mediterráneo, y al alzar la vista te daba en las narices un ligero olor a pino que crecía en los acantilados, incluso las rocas del fondo eran bellas allí. En aquel lugar podrían haber vivido miles de nereidas a lo largo de la eternidad, todas ellas podrían haberse enamorado de la náyade de aquel nacimiento de agua dulce.

Pero aquí estoy, tan lejos de esa brisa, tan lejos de las suaves olas, tan lejos de las nereidas, soñando despierto con la luz que penetra en el agua trasparente, y brilla de una forma que ahora solo puedo soñar, y que no puedo comparar con nada, quizás con alguna reciente mirada, pero esos ojos deben de ser de algún ser divino, algún ser que puede haber escapado de allí, para venir a encontrarse con mis ojos, puede ser, debo volver a mirar.

Si miro demasiado es posible que no pueda dejar de soñar esa imagen nunca más.

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